domingo, 29 de agosto de 2010

EL SUMIDERO DE DIOS

EL SUMIDERO DE DIOS


Por Guillermo Martínez (*)

Volví a acordarme de esta pequeña historia cuando escuché hace poco a Stephen Hawking afirmar en un reportaje que la física llegará muy pronto, quizá en la primera década del milenio, a la teoría unificada de las leyes del universo, con la explicación definitiva, en términos matemáticos, del momento cero de la creación.


Volví a acordarme, en el momento en que el periodista le hacía la inevitable pregunta sobre el lugar que quedará para Dios, del curso de Cosmología que daba el profesor Katz, en la Facultad de Ciencias Exactas y del terror que infundía a sus alumnos. Katz había estudiado en Oxford con Roger Penrose, el director de tesis de Hawking, y en su breve regreso a la Argentina dictaba Cosmología como la materia final de la licenciatura en Física.


Pronto se había hecho famoso por la rapidez con que llenaba pizarrones, por la fuerza con que partía las tizas mientras escribía y por la dificultad sobrehumana de los ejercicios que dejaba para resolver en las prácticas. Había pedido que su ayudante de cátedra fuera un matemático graduado y Pablo Marín, que era en esa época amigo mío, había accedido al traspaso. Pablo se divertía contándome en el bar de Ciudad Universitaria los sarcasmos de Katz y la desesperación de los alumnos frente a las fórmulas. Me contaba, sobre todo, de una chica algo mayor que los demás, que ya había desaprobado dos veces la materia y que lo seguía como una sombra a todas las consultas para preguntarle, con una fijeza obsesionada, uno por uno cada ejercicio.


El cuatrimestre pasó y llegaron las fechas de los finales. Pablo había fijado una última consulta una hora antes de la primera fecha de examen, aunque estaba casi seguro de que nadie se presentaría. Ese día, mientras almorzaba conmigo en el bar, le avisaron desde la secretaría que tenía una llamada de teléfono. Bajó demudado: la que había sido su novia histórica, de paso por Buenos Aires, quería volver a verlo. Me pidió que fuera en quince minutos hasta el aula del examen, para avisar en caso de que hubiera alguien que él no daría la clase y salió a grandes trancos hacia la parada de los colectivos.


Pedí otro café, dejé pasar el cuarto de hora y fui hasta el aula. Sólo había una chica junto a la tarima, que se balanceaba nerviosamente de pie, abrazando una carpeta negra: nunca la había visto antes, pero era sin duda la alumna de la que me había hablado Pablo. Cuando me acerqué vi que el brazo que cruzaba la carpeta estaba crispado, con el puño fuertemente cerrado, como si ocultara algo, y que el mentón le temblaba involuntariamente. Parecía a punto de castañetear. Tuve que decirle que Pablo no le daría la consulta.


Se quedó por un momento abrumada, incapaz de hablar y me miró después implorante, como a una última tabla de salvación. Pero tal vez vos podrías ayudarme -me dijo-: sos también matemático, ¿no es cierto?, y abrió atropelladamente la carpeta, antes de que pudiera decirle nada. La práctica era justamente sobre la singularidad inicial en el origen del tiempo y tenía un título curioso: El sumidero de Dios; posiblemente otro sarcasmo de Katz.


Debajo vi las ecuaciones más impenetrables sobre las que me tocó fijar la vista en toda mi carrera. La primera ocupaba tres renglones, y reconocí apenas dos o tres símbolos. Me di cuenta de que en una hora ni siquiera lograría entender la notación. Volví a alzar la vista y ella advirtió antes de que le dijera nada que su última esperanza se había desvanecido. Vi que temblaba y que su puño, que había quedado colgando a un costado, se apretaba convulsivamente.

Me quedé por un instante petrificado: desde ese puño, por la juntura de los dedos, se formaba un hilo de sangre, que empezaba a gotear silenciosamente al piso sin que la chica pareciera advertirlo. Extendí la mano para aferrarle la muñeca y antes de que pudiera retirarla le abrí con mi otra mano los dedos. Lo que aquella estudiante de Física escondía, lo que había apretado hasta incrustarse en la palma, eran las puntas de metal de un crucifijo.



(*) Guillermo Martínez nació en Bahía Blanca el 29 de julio de 1962.
En 1984 se radicó en Buenos Aires. Es doctor en Ciencias Matemáticas, en la especialidad de Lógica.
En 1988 su segundo libro de cuentos, Infierno Grande, obtuvo el 1er. premio del Fondo de las Artes y fue publicado en 1989 por Editorial Legasa. Algunos de estos cuentos integraron posteriormente numerosas antologías, tanto en la Argentina, como en el extranjero.
En 1993 apareció su primera novela, Acerca de Roederer, (Planeta). En ese mismo año participó en el 1er. Foro Hispanoamericano de Escritores Jóvenes en Málaga y viajó a Oxford, donde residió dos años, con una beca externa del CONICET, para realizar un postdoctorado en matemática.
Acerca de Roederer fue publicada en España por Plaza&Janés, y también apareció en los EEUU, (St. Martin´s Press), en Noruega, y en Serbia.
En 1998 publicó su segunda novela, La mujer del maestro. Empezó a colaborar regularmente con artículos, cuentos y reseñas en La Nación, Clarín y Página 12. En 1999 residió durante dos meses en el Banff Centre for the Arts en Canadá, con una beca de la Fundación Antorchas. En los años 2000 y 2001 recibió becas para residencias en la colonia de artistas MacDowell, en los EEUU. En 2002 participó del programa internacional de escritores de la Universidad de Iowa.
En noviembre de 2003 publicó el libro de ensayos Borges y la matemática (Eudeba) y obtuvo el premio Planeta por su novela Crímenes imperceptibles. En la actualidad prepara un libro de ensayos: La fórmula de la inmortalidad.

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